13.7.05

El lugar desde el que se contempla


Entre bastidores… Según el Diccionario de la Real Academia, bastidor: armazón de palos o listones de madera, o de barras delgadas de metal, en la cual se fijan los lienzos para pintar y bordar, que sirve también para armar vidrieras y para otros usos análogos. En su segunda acepción: armazón de listones o maderos, sobre el cual se extiende y fija un lienzo o papel pintados, y especialmente cada uno de los que, dando frente al público, se ponen a un lado y otro del escenario y forman parte de la decoración teatral.
Es ésta última y sutil metonimia, la función por el lugar, la que otorga la significación más usual al término bastidor, el cual, proviene del poco usado verbo bastir, cuya raíz germánica bastjan, remite al acto de zurcir y tejer.


El teatro
Es en ese espacio de tejidos y maderas, de sucesivos enmarques de la realidad-ficción a representar al que llamamos escena (skené: cabaña), donde se encuentran los bastidores. La Grecia Clásica instauró y conformó el teatro (theatron: el lugar desde el que se contempla) como tipología. Tipología, tanto del lugar destinado a la represtación como de la acción –otra metonimia- a representar, la cual, estructuró en actos, coros, ditirambos… y clasificó en tragedias y comedias. En rigor, el theatron designaba los graderíos del teatro, dispuestos en semicírculo aprovechando un cerro o un desnivel pronunciado del terreno. El área circular ubicada en el centro del hemiciclo era llamado orquesta (orchestra: lugar en el que se danza). En ella se situaba el coro durante toda la representación y en su centro se encontraba el altar a Dionisos. La escena, era una construcción que servía a la vez de decorado, de bastidores y de camerinos para los actores. La skené de época clásica poseía dos alas laterales (paraskenia) y se encontraba precedida de un proscenio (proskenion). Su pared exterior, visible para los espectadores hacía la función de escenario de la obra –la fachada de un palacio o un templo– en la mayor parte de las ocasiones. Entre la skené y los muros de la orchestra había, a cada lado, un pasillo por donde entraba el coro el parodos y otro por donde salía, el exodos.
Visto así, el teatro griego clásico se constituía como un dispositivo conformado por espacios-función cuya intención era arrebatar todo el sentido al espectador para que éste se convierta a la vez en oyente y partícipe de lo representado. El gran tamaño del hemiciclo, del teatro, su focalización en un punto, el coro, lograba el efecto de kenosis, de vaciamiento de sentido de sí, para convertirse en partícipe y contemplador de lo que acontece. En rigor, no es el sujeto en sí el que se vacía sino el contorno de éste, la membrana que permite la percepción, adquiriendo por tanto la percepción-identificación con la totalidad de la obra-sujeto. El espectador se convierte así en un theorós cuya actividad es meramente teórica, es decir, contemplativa.

La teoría
Los antiguos griegos llamaban theorós al observador o embajador que una ciudad-estado enviaba a los juegos o al oráculo de un dios extranjero. La teoría, la acción de mirar, ver u observar, por tanto, es también la función del theorós, así como del conjunto de los mismos, los theoroi, los cuales, formaban una procesión que ascendía al templo de la divinidad en los fastos correspondientes a su fiesta. Pero la contemplación exige de la participación en lo representado por parte del espectador; ya sea en la procesión, en la obra de teatro, o en la pintura.

El oráculo
En el afamado oráculo de Delfos, si un embajador –theorós– acudía al templo para realizar una consulta, tras las purificaciones y sacrificios rituales era introducido en la sala más oscura donde se hallaba la sacerdotisa, la llamada Pitia (o Pitonisa). Una vez que el consultante y la pitonisa se encontraban en la misma estancia, aunque separados por una cortinilla –para toda revelación se hace necesaria la preexistencia del velo–, el primero debía transmitir su pregunta a otro sacerdote (el hermeneuta o intérprete), que a su vez se la comunicaba a la Pitia. Ésta intensificaba su trance y contestaba con gritos, aspavientos y palabras ininteligibles, los cuales, según la creencia, provenían del propio Apolo. El sacerdote recogiendo sus palabras, elaboraba una respuesta, en verso y de tipo enigmático casi siempre, y ésta servía de contestación al consultante que podía interpretarla por sí mismo o con ayuda de algún experto, siempre ajeno al templo (esto último pareciera la ironía perfecta sobre el supuesto entendido o crítico de arte).
Es ésta misma la ceremonia del arte, de la pintura en el caso que nos ocupa, la metáfora perfecta si quieren. El espectador acude al espacio donde el arte tiene lugar, ya la galería, ya el museo… y lanza su pregunta sobre el lienzo y el bastidor que lo sustenta, el velo que sirve de cortinilla entre lo claro y lo oculto. Luego, allá, tras el tejido tras el texto, o más exactamente en él, –recuerden que bastir remite al acto de zurcir o tejer, es decir, a una técnica, a una techné, a un arte, a fin de cuentas– el hecho artístico tiene lugar. La Pitia grita, llora, gime, balbucea, convulsiona… el dios ha hablado, pero es incompresible, inasible para el otro lado del cortinaje. Por ello, el arte necesita del artista, del médium, del intérprete, para que lo indecible sea dicho, para que lo velado sea mostrado, para que las manchas de pintura que colman el lienzo sean representación de lo que está más allá. Y mientras… el theorós ya ha formado parte de lo representado, ya ha visto, ha contemplado y ha participado.

Las presencias de Chema Cobo
En la colección de pinturas del artista tarifeño que presenta la reubicada y reinaugurada Galería Milagros Delicado
se trasluce la intención de arrebatar al visitante el sentido de sí, de negar la estructura de bloqueo que supone la percepción en pos de compartir las presencias y ausencias que contienen sus lienzos. Llegando al estado del teatro, de la participación contemplativa que facilita el bastidor, las presencias femeninas de sus obras unas veces parecen mirarnos y otras diluirse en una pintura dominada por una luz irreal, que las hacen aparecer como la Pitia, veladas e ilusorias por el efecto del lienzo. Todas presentan sus ojos cerrados, sólo uno de los rostros de mujer pintados el titulado A la dérobée abre sus pupilas de un ficticio e imposible verde. ¿Mirar para qué? ¿Ver el qué? la contemplación está reservada a los teóricos –el objeto del arte siempre está velado– y aquellos a los que se les ha otorgado el don de ver más allá, de presentir, suelen ser ciegos.
Luego, nos quedan las ausencias, que son siempre las que más se sienten. La primera, la mayor, la de muerte en el bodegón ya clásico para la historia del arte, del Et in Arcadia ego, el recurrente tema poussiniano. Inmediatamente la de la propia, actual y moderna existencia, mucha más fría, más evidente, dura hasta las saturación, pero igual de bien resuelta en su representación sobre el lienzo. Imágenes que no nos dejan de ser familiares aún en su sutil distorsión… Y así poco a poco, paso tras paso, del parodos al exodos, la procesión del teórico se va desgranando entre pinturas y obras, entre lienzos y tejidos, entre marcos y bastidores.

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