Hay veces que uno preferiría no escribir sobre una exposición para no inducir al hipotético visitante de la misma. Hay veces que el crítico, por llamarlo de alguna manera, si pudiera, zanjaría la cuestión callando, no diciendo nada. Si acaso, comentar a media voz un soterrado: Ve a verla. A mí me ha gustado. Hay otras veces que contemplas unos cuadros y te surgen innumerables comentarios, opiniones más o menos ilustradas y fundadas. En esos momentos sueles recurrir al tratado de historia del arte, o de la cultura en general que llevas dentro y optas por dar una clase a tu incierto auditorio. Eso, en la mayoría de los casos te colma el ego, pero siempre te surge la incómoda duda de si no estás predisponiendo hacia un determinado punto de vista, hacia una forma de ver y comprender lo que se expone, que por personal no deja de ser sesgada. Ese titubeo entre no decir y decirlo todo suele acudir al que escribe cuando lo visto le ha cautivado, haciéndose parte de ti y agrandado por tanto la responsabilidad sobre lo que escribes, como si de lo que hablaras fuera propio y no creado por otro. Bien… con las trece obras que expone la artista sueca Leo Wellmar en la Galería Benot me ocurre esto. Volver a disfrutar de sus óleos, callar y como mucho optar por la invitación desde el susurro o dejar al mapa interior de asociaciones correr y permitir cierta verborrea inconclusa… sigo sin decirme, pero he de escribir.
Los paisajes oníricos de Wellmar recalan en toda una tradición de paisajismo nórdico de base religiosa o espiritual que parte de un ideario romántico muy concreto, ejemplificado en la figura del pintor alemán Caspar Friedrich. Aún así, el espacio creado en sus lienzos tiene algo de quietud metafísica sólo rota por el suave, casi denso movimiento de un agua, de una atmósfera, de una naturaleza en general, que más que contemplarse a sí misma, contempla desde el cuadro al interior del espectador. Desde la figuración, sus coníferas, sus islas, lagos y ríos aun idílicas e inexistentes idealizan un paisaje real, que en su resolución pictórica extrema estaría avocado a un cierto expresionismo abstracto si perseveráramos en la tesis del historiador Robert Rosenblum.
El paisaje nórdico es inquietante en su quietud. Tanta calma exterior conduce a mirarse demasiado a dentro y esa mirada suele ser dolorosa. Los ejemplos son muchos y muy buenos, nada más que habría que repasar películas como Persona de Ingmar Bergman, Infiel de Liv Ulmann o Sacrificio de Andrei Tarkovski, —de nuevo el mapa de asociaciones— donde el paisaje, como un personaje más, tiene tal fuerza que marca el devenir de la historia que se cuenta. Todo parece calmado, quieto, la tensión y el drama va por dentro y sólo hace falta un brisa más fuerte o fría de la cuenta, una nevada o lluvia más copiosa, una tormenta para hacerlo explotar.
Recuerdo a un conocido sueco, que tras cuatro años en España, volvió a Estocolmo a la casa de sus padres. No se hablaba con su madre desde entonces. Cuando llegó, se sentaron en la mesa de madera de la cocina. Estuvieron media hora callados, cara a cara, simplemente mirándose. Tras ese tiempo una lágrima calló rodando por su mejilla. Todo estaba dicho. Me lo contó entre susurros. No hace falta decir nada más.
Far. Leo Wellmar
Galería Benot. Cádiz
Hasta el 27 de noviembre
19.11.06
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1 comentario:
La quietud nórdica es arrasadora en su silencio. Es una fuerza de transformación interior similar, supongo, a la de un monasterio. Magnífica Trolösa! La cinematográfía escandinava es su mayor katharsis.
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