13.2.07

Frente a la vista cansada...

Tras recorrer las salas del Museo del Prado como un Jim Hawkins cualquiera con el plano de la instalación Making Time del fotógrafo alemán Thomas Struth a modo de tortuoso mapa del tesoro y haber contemplado las fotografías —poco más o menos que escondidas entre tanta y tan buena pintura— casi a tamaño real he llegado a varias conclusiones y a alguna que otra quimérica decisión.

La decisión
Para empezar obligaría por Decreto Ley a todos los historiadores del arte, amantes, conocedores del arte… a fin de cuentas, a toda persona que se precie de tener el más mínimo interés por la historia del arte a visitar estos días el Museo del Prado para encontrarse con las fotografías de Struth. Si tras el periplo no se sienten molestos, incómodos… raros a fin de cuentas, matricúlense de nuevo en la carrera, relean sus libros de cabecera sobre arte o vuelvan a visitar sus Museos preferidos con fruición. La molestia, la incomodidad —no se alarmen— es normal y ya les adelanto que viene dada porque en el fondo algo han entrevisto pero no saben, reconózcanlo, no saben bien qué. Se les ha cimbreado los cimientos, esos pilares que están afianzados tan adentro y tan profundo que uno ni repara en ellos. Es más, se les ha removido la piedra de toque de todo este entramado, y esa piedra de toque tiene un nombre: Romanticismo.

La piedra de toque
Romanticismo con mayúsculas—ajeno pues a cualquier acepción relativa a la sensiblería— como periodo histórico artístico de difícil delimitación y más compleja definición pero fácilmente identificable, tanto que si sus años de estudio le han aprovechado podrá más o menos explicarlo y circunscribirlo. Para el caso que nos ocupa, el Romanticismo plantea, entre otras muchas, dos cuestiones insoslayables, dos aristas de una misma roca.
Por un lado, el problema de la contemplación de lo creado. Dicho de otro modo: el espectador frente a una obra que, en sentido estricto, en el Romanticismo es la naturaleza entendida como identificación-obra-parte de Dios. Para ilustrar esta idea pensemos por ejemplo en el, socorrido para estos casos, pintor romántico alemán Caspar Friedrich y concretamente en sus obras Caminante frente el mar de niebla o Monje en la orilla del mar. Este giro del objeto al sujeto, de la obra a quien la contempla que es a fin de cuentas quien la configura y conforma, tiene su origen en el giro subjetivista —siento obviar a Descartes aquí— dado por la filosofía kantiana en su Crítica de la Razón Pura o en la posterior Crítica del Juicio, que tuvo su corolario artístico en el Sturm und Drang alemán, movimiento éste entendido por la historiografía como protoromántico.
Impresiona ver la obra de Struth; esas fotografías de visitantes de museos contemplando cuadros señeros para la historia del arte en un espacio como el Prado que contiene en sí una obra como las Meninas. Obra que por otro lado, plantea en esencia una tautología irresoluble de contemplado-contemplador. Hay que señalar, sin embargo, que hasta la llegada de una historiadora del arte tan imprescindible como Svetlana Alpers y sus estudios sobre la perspectiva y la cultura visual o que el filósofo francés Michel Foucault escribiera la introducción a su libro Las palabras y las cosas la reiteración contemplado-contemplador no estaba lo suficientemente estudiada en Las Meninas. La historiografía artística estaba más pendiente de la problemática de la representación, es decir, en lo que evidente y formalmente se muestra en la obra.
Impresiona porque a diferencia de la historiografía, Struth no deja de actuar como un romántico para deconstruir el propio romanticismo que tan bien maneja. Su fotografía, su obra, es contemplada por el visitante del Prado, el cual, al hacerlo, no contempla sino al contemplador de una obra de arte reconocida y expuesta también en un Museo. A diferencia del Romanticismo, aquí ya no es naturaleza es arte y con un doble espejo. El problema, por tanto, es el diálogo suscitado por la visión aun cuando ésta esté mediatizada por lo cultural, no la representación en sí de lo contemplado.
Desconozco la opinión del artista Bernd Becher, profesor de fotografía y maestro de Struth en la Kunstakademie de Düsseldorf de la obra de su alumno aventajado, pero desde luego dejó poso en él. El fotografiado y posterior clasificación de las diferentes tipologías de elementos de arquitectura industrial que dejó el matrimonio Becher no deja de ser un presupuesto romántico, como veremos, en toda su obra.

La segunda arista
Para la segunda cuestión del Romanticismo que nos ocupa permítanme citarle sólo una frase del poeta e influyente crítico romántico alemán Friedrich Schlegel entresacada de su libro Sobre la poesía “El arte se funda en el saber y la ciencia del arte es su historia”. Partiendo de este pensamiento atacamos de golpe el pilar donde se asienta el desasosiego tras el visionado de la instalación de Struth y por ende de la estética romántica: la historización radical de nuestra forma de abordar el arte. A través del par —tan traído y llevado por los estetas románticos— clásico-romántico la historia del arte ocupaba el centro mismo de la teoría estética, cuando hasta la llegada del primer romanticismo no fue así. Comprender el arte, por tanto, desde un punto de vista romántico es sobre todo comprender la historia (historia del artista, de los personajes del cuadro, del propio cuadro, etc.) y para ello es necesaria la clasificación (escuela, estilo, datación…) Así pues la visión romántica del arte es la propia historia del arte. Bien es cierto, que antes ha sido necesario de las propuestas ilustradas francesas, cercanas a la entomología, de clasificación —retomemos a los Becher— pero la historización de esta clasificación es netamente romántica.
La mayor parte de la historiografía artística, por no decir toda, es de raigambre romántica al fundamentarse en este presupuesto. Es más, el triunfo del Romanticismo es el museo, como ordenación histórica del arte, como imposición de la Historia del Arte como ciencia o disciplina de lo artístico. Y si no, recuerden cómo Vivant Denon ordenó las colecciones del museo germen del actual Louvre.
Struth, aun asumiendo estos presupuestos en su instalación en el Prado no coloca las fotografías de las obras en el mismo lugar que la obra representada en ellas ocupa, ni tan siquiera en la misma sala. Sus fotografías no funcionan como una documentación de la obra, no hace historia de ellas. Ni tampoco las expone como conjunto en un sala específica —recordemos que es una instalación no una exposición— para que tengan entidad propia, la recurrencia sería máxima y terminarían convirtiéndose en un preámbulo o corolario de lo visto en el Museo. Struth echa por tierra el orden para quitarnos el velo. Coloca sus fotografías de obras en el lugar que ocupan pinturas, para hacer evidente lo más difícil: que nuestra manera de ver y entender el arte, está tan tamizada por los presupuestos románticos que conforma nuestra propia visión y entendimiento.
Aun así, es posible salir a veces de esta continua recurrencia, mirando con cierta distancia la necesaria historia del arte y poniendo en cuestión la propia visión y el conocimiento que de ella se desprende. Quizás tengamos que abordar la historia del arte desde nueva perspectivas, quizás reconstruir como hace Struth, sus presupuestos. Es una cuestión de miradas, para no terminar con la vista cansada. Si no, relean estas líneas del filósofo francés Merleau-Ponty, padre de la fenomenología en su obra Signos: “Esta mesa que mi mirada toca, no la verá nadie: sería preciso ser yo. Y no obstante, sé que ella pesa en el mismo momento exactamente de la misma manera en todas las miradas. [...] Allá al fondo se renueva o se propaga, a cubierto de esa que al instante acciono yo, la articulación de una mirada sobre un visible. Mi visión contiene otra, o mejor dicho todas ellas funcionan a la vez y tropieza por principio con el mismo Visible. Uno de mis visibles se hace visor. Y yo asisto a la metamorfosis. Desde este momento ya no es una de las cosas, sino que está en circuito con ellas o se interpone a ellas…”

Making Time. Thomas Struth
Museo Nacional del Prado
Hasta el 25 de marzo

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es que yo no creo que nuestra manera de entender el Arte esté condicionada por presupuestos Románticos, sino que todo está condicionado por presupuestos Románticos.
Desde el momento en que existen, por ejemplo, desde unos 40 principales hasta la lista de lo mejor del año del Rockdelux.
Esto es muy difícil de cambiar; tendría que producirse una auténtica revolución -orquestada por Ted Turner, Berlusconi o Polanco, quién sabe- en aras a modificar el discurrir propio de la población occidental (que, no nos engañemos, es la que mueve el cotarro) desde la segunda mitad del siglo XIX.
Hay que pensar que es entonces cuando, igualmente, se generaliza el acceso de la población a la educación, por lo que, rizando el rizo, se podría decir que el mundo, tal como lo conocemos, no ha conocido, valga la redundancia, otra forma de pensamiento, ya que la popularización del Romanticismo, o su "secularización", coinciden con el proceso de alfabetización global en el ámbito occidental.
P.D. Como dijo aquél: "Vaya coñazo que les he soltado... jojojojo".