11.4.05

En la ciudad

Escribía Robert Musil: “No hay nada más invisible que un monumento”. Las aproximadamente mil quinientas páginas de la ingente novela El hombre sin atributos, no podían estar mejor resumidas para la reflexión sobre las artes plásticas que con esta aseveración de su propio autor. Reflexión que abunda en una de las ideas vertebradoras de buena parte del arte del siglo XX: el hecho de que el espacio destinado para albergar arte no sólo media en la propia obra, sino que se configura como una de las condiciones de posibilidad de la obra de arte como tal. Es el espacio galería, el espacio museo, el espacio colección, el que inequívocamente identifica al objeto como objeto artístico. Es ese estar ahí, al que recurriera Heidegger, es el que hace saltar el tácito resorte del juicio simbólico y moral otorgando la categoría obra de arte al objeto. Así, el acto de colocar un marco a un lienzo, de poner un pedestal no sólo supone una discriminación perceptiva a favor de un objeto, sino que implica una transmutación de la esencia del mismo, al consagrarlo como objeto artístico.
A lo largo de la historia del arte y el pensamiento los esfuerzos por alcanzar la obra de arte total fueron llevados a su sublimación por los postulados teóricos de Nietzsche o artísticos de Wagner. Dentro de esta tradición tardorromántica se encuentra el texto de Musil, en donde la ciudad relatada se convierte en un grandioso teatro del mundo, en donde ya no hay arte sino espacio escénico donde tiene lugar un periplo, el del ciudadano, que lo lleva por lo económico, lo político, lo social o lo afectivo. El habitante de la ciudad se convierte así en actor y el mobiliario urbano en tramoya. Así pues, la instalación de objetos artísticos en el entramado urbano se entiende desde el desborde de la función originaria de la sala de arte, la galería o el museo, quedando estos marginados por su mismo privilegio, del teatro que supone la cotidianeidad de la ciudad. Los escaparates, vallas publicitarias, objetos de consumo, se establecen ya como las auténticas obras de arte, llegando a formar parte de la categoría de lo que anteriormente se entendió como artístico, terminando por introducirse en el espacio expositivo instituido. No hay vuelta atrás.
Ante esto la galería, el museo, el arte establecido, a fin de cuentas, escapa excediéndose en sus límites, llegando al término de la condición moderna. La ciudad ya no es espacio escénico, sino que toda ella se convierte en galería de arte, en negocio y cultura cívica al mismo tiempo. El arte ha de ocupar un sitio, tiene que apoderarse de un espacio en una ciudad que lo revela y lo niega al mismo tiempo. De este modo, la obra de arte en general, la escultura en el caso que nos ocupa, pensada como objeto artístico como conmemoración, como monumento a fin de cuentas, se hace invisible a ojos del ciudadano, ya que la propia conformación de la ciudad moderna –no digamos, posmoderna– lo exige. Todo queda reducido a mobiliario, todo a teatralidad.
La instalación por parte de la Galería Benot, la Universidad y el Ayuntamiento de Cádiz, de las esculturas de gran formato del artista canario Pepe Abad en distintos lugares de la ciudad intenta con la mejor voluntad acercar el arte contemporáneo a los habitantes de una localidad no muy acostumbrada a semejantes despliegues. Se agradece tanto esfuerzo. Las obras presentadas son contundentes en su factura e interesantes en sus motivaciones y temática. Pepe Abad es un escultor contrastado. Pero si a veces, lastima o molesta la incomprensión del ciudadano de a pié, –hablemos claro– no es por la apatía artística o cultural de la sociedad en la que vivimos –nunca se leyó más, nunca se estuvo más informado, nunca se escuchó tanta música– sino la consecuencia lógica de la asunción, seguramente inconsciente, de nuevos usos y formas de entender lo que unos llaman arte moderno, y otros, arte moderno establecido.

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