“De pronto vi por primera vez un cuadro. El catálogo me aclaró que se trataba de un montón de heno. Me molestó no haberlo reconocido. Además me parecía que un pintor no tenía ningún derecho a pintar de una manera tan imprecisa. Sentía oscuramente que el cuadro no tenía objeto y notaba asombrado y confuso que no sólo me cautivaba, sino que se marcaba indeleblemente en mi memoria y que flotaba, inesperadamente, hasta el último detalle de mis ojos. Todo esto no estaba muy claro y yo era incapaz de sacar las consecuencias simples de esta experiencia. Sin embargo comprendí con toda claridad la fuerza insospechada, hasta entonces escondida, de los colores, que iba más allá de todos mis sueños.”
Así describe Kandinsky en su De lo espiritual en el arte sus impresiones al contemplar por primera vez la conocida obra Montón de heno de Claude Monet durante una exposición celebrada en Moscú en 1895 sobre impresionismo francés. Sus investigaciones para la Sociedad de Ciencias Naturales, Etnografía y Antropología, como asistente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Moscú le había llevado ha realizar viajes por diferentes regiones de Rusia. Cada vez más ajeno a su faceta científica, resaltó de estas exploraciones el carácter eminentemente decorativo y el colorido de las casas de los campesinos y de las viejas iglesias ortodoxas. Desde su infancia, la impresión que los colores y las formas ejercían en el pintor ruso era muy poderosa debido a una alteración, no somática sino psicológica, en su visión denominada imagen eidética, en la que capacidad de proyectar los colores es anterior a la conformación del concepto. En Kandinsky se reúnen, por tanto, esa fusión entre tradición y modernidad que junto a la supremacía del color y la necesidad de captar el movimiento de la luz constituyen las características definitorias de lo que se ha conocido como impresionismo ruso.
La historia del arte decimonónica se entiende casi en su totalidad mirando a Francia. El impresionismo, colofón cronológico del XIX bisagra estética hacia el XX, no podía ser menos. Su ideario artística fue rápidamente exportado, gracia a la fama internacional que alcanzaban los artistas parisinos, a buena parte de Europa y América. Las tonalidades claras, la fragmentación, la pincelada suelta, la presencia del aires… todo los postulados plásticos de los impresionistas fueron asumidos por pintores como Visiliev, Serov o Grabar, hijos de la pintura realista y padres de lo que ha venido a llamar como impresionismo ruso.
La exposición que presenta la Fundacion Caixa Girona examina, a través de una selección de obras pertenecientes al Museo Ruso de San Petersburgo, el recorrido de esta corriente pictórica que nunca llegó a conformarse como un grupo compacto, a través de veinte artistas entre los años 1881 y 1915. La obra de Concharova, Serov, Makousky o Burliuk conforma un modelo sobre el que desarrollarán sus creaciones posteriores artistas, más conocidos, como Malevich o el propio Kandinsky, abriendo la puerta hacia el neoimpresionismo postimpresionista, el futurismo o la propia abstracción. Abstracción que ya preconizaba Kandinsky al final del texto anteriormente citado: “De repente, la pintura era una fuerza maravillosa y magnífica. Al mismo tiempo –e inevitablemente– se desacreditó por completo el objeto como elemento necesario del cuadro”
Comisariada por Natàlia Novosilzov, profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, la muestra que supone una oportunidad única de conocer la obra de artistas poco prodigados por los museos y centros de arte españoles podrá disfrutarse hasta el 26 de junio.
20.5.05
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