Tras recorrer la galería central del Museo del Prado y contemplar pausadamente todas y cada una de las obras que conforman las cuatro primeras secciones de las cinco en que se divide la exposición El Rey Planeta. Felipe IV y el Buen Retiro, casi sin querer, nos hacemos cargo de la importancia que, para las artes y las letras, tuvo Felipe IV. Aún así, para el visitante avezado en los vericuetos de la historia es probable que permanezca en su subconsciente el peso de una historiografía que ha explicado el reinado del Rey Planeta como el inicio de la decadencia del imperio español.
El fracaso en las reformas en política interior promovidas por el Conde Duque de Olivares, las costosas campañas militares a lo largo y ancho de una Europa cada vez menos española y menos católica, los problemas con la Corona de Aragón, la definitiva pérdida de las provincias del norte de los Países Bajos, el barrunto de la irreversible emancipación de Portugal, la amenaza constante de los territorios españoles por parte de ingleses y franceses, y la incertidumbre de una corte ante el problema sucesorio que suponía la inexistencia de un heredero al trono, desde la muerte del príncipe Baltasar Carlos cuando era niño, resuelto sólo cuatro años antes de que el rey muriera... todo ello convertido en virtud artística gracias al mecenazgo del monarca y de su primer valido. Cada contrariedad, cada dificultad en el reinado queda representada gracias a una colección de pinturas que ensalza las victorias militares y a un ciclo sobre la Roma antigua y los orígenes mitológicos de la monarquía española, los cuales sirvieron para decorar un palacio, el del Buen Retiro, reflejo en su arquitectura —materiales humildes, vertiginosa construcción— de la decadencia de un ya inexistente imperio.
Si cierta historiografía artística ha defendido que en los periodos convulsos de la historia, de graves cambios en lo económico, lo social y lo político, el arte alcanza las mayores cotas de excelencia, el Siglo de Oro español —el reinado de Felipe IV, por tanto— es uno de los mejores modelos que confirman esta teoría y el Salón de Reinos, la sala de recepción de embajadores y príncipes, su principal ejemplo práctico. Los retratos ecuestres reales realizados por Velázquez, al igual que el ciclo de Hércules pintado por Zurbarán, son paradigma de una dinastía, la de los Austrias, que se agotaba; las victorias militares, muestra de un territorio, de una estructura y unos usos políticos inasumibles y desfasados. La ruina se cernía en el imperio, pero la ruina no dejar de ser lo más pintoresco —permítanme en pleno siglo XVII el concepto romántico—, lo más apropiado para ser pintado.
Justo bajo el retrato del malogrado Baltasar Carlos a caballo, el visitante se halla en la puerta de entrada a la sala 32 —el mejor rincón de la exposición— del Museo dedicada a la galería de paisajes, colección conformada por unas cuarenta obras encargadas en Roma, para decorar las estancias de un palacio impulsado por el Conde Duque como el edificio representativo de la monarquía. La decoración de las estancias y el gran número de representaciones teatrales y diversos espectáculos que tenían lugar en él a modo de escenario contribuyó, en cierto modo, a acrecentar la fama de Felipe IV como mecenas de las artes. Aún así quedan, ante tanto oropel, los paisajes realizados por artistas como Claudio de Lorena, Nicolas Poussin, Jan Both y Jean Lemaire inspirados en la antigüedad clásica, presentaban una naturaleza serena y armónica. Este paisajismo idealizado, de estructura aparentemente sencilla: un horizonte bajo, a un tercio del lienzo; un claro de luz, provocado por el sol y su reflejo en el mar, en un río o en las propias nubes; y masas vegetales oscuras en primer término, destila cierta melancolía, cierta añoranza por una edad dorada perdida, ejemplificada en el concepto de arcadia poussiniana. La ruina, recurrente en los cincos paisajes pertenecientes a Claudio de Lorena expuestos, tan querida luego por el paisajismo romántico inglés y alemán del XIX, remite a la imposibilidad de la vuelta al pasado, a un pasado idílico por imaginado, real sólo en el campo de lo estético no de lo histórico. La melancolía surge entonces, de ese regreso al dolor que es la nostalgia, nostalgia de lo que nunca existió pero que se idealizó casi con vehemencia.
Los atardeceres y amaneceres representados corresponden a ese punto álgido del día, a ese momento de esplendor, de destello fugaz, tan idealizado, tan ruina por tanto, tan similar al de la pintura de historia, representada en las secciones anteriores, cuando el caballo del Conde Duque resiste hasta la eternidad en corveta, o cuando Justino de Nassau entrega las llaves de la ciudad de Breda a Ambrosio Spínola con perpetuo gesto respetuoso. No hay más, la representación de la historia y el paisaje conciernen a un mismo fin —consecuencia uno de otro si quieren— inmortalizar un momento, idealizarlo por tanto, para luego añorar lo que nunca realmente existió, porque, a fin de cuentas, tal y como argumentaría en el siglo XVIII, Carlo Lodoli, tratadista y precursor del ideario clásico romántico: “...más bella que la verdad es la mentira”.
6.9.05
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