“Claro está que el romanticismo se disuelve poco a poco hasta 1860. El romanticismo tiene una vigencia residual, todavía llegan salpicaduras de él hasta 1870. Decíamos que en este momento se empieza a salir del romanticismo. ¿ Y por qué se sale del romanticismo? [...] La exaltación romántica tenía que calmarse y, efectivamente, se calmó. ¿ Cómo y hacia dónde? Este es justamente el problema. La forma de vida romántica no era posible más que en situación de autenticidad. [...] Fíjense ustedes bien que España es una país que nunca ha tenido revoluciones. España no ha hecho nunca revoluciones, por eso las están medio haciendo siempre o amenazando con ellas que es peor. España no hizo una revolución religiosa en el siglo XVI, España no hizo una revolución política en el siglo XVII ni en el siglo XIX, España no hizo la revolución industrial porque la industrialización en España es tan precaria que ahora es justamente, siglo y medio después, cuando estamos haciendo algo así, como lo que hubiera sido, hace ciento cincuenta años, una revolución industrial, que ahora tampoco lo es. Ustedes saben que el siglo XVIII es el siglo en que el espíritu de la ilustración combate con el popularismo. [...] Toda la etapa superior de la sociedad española creía que se debía vivir de acuerdo con ciertos principios y ciertas normas y esto es la ilustración, pero estaba prendada de la formas de la vida popular. Ese es el popularismo, frecuentemente plebeyismo, que es un enorme tirón hacia abajo de la vida española del siglo XVIII y del XIX. Es lo contrario del snobismo. [...] En España, las clases superiores imitan a las inferiores; en España, la aristocracia, lo que se llamaban entonces los Usías, imitan a los plebeyos, se visten como ellos, se ponen las redecillas en el pelo, las damas parecen majas, piensen ustedes en Goya; van a los bailes de candil, se divierten porque tenían más gracia estos grupos populares que los aristócratas y que los ilustrados. Los espléndidos ilustrados del siglo XVIII, mis adorables ilustrados del siglo XVIII, tenían todo menos una cosa, gracia, y eso tenía mucha importancia”.
Permítanme la extensa cita. Se disculpa por sí sola por dos motivos. En primer lugar, porque fue escrita por el recientemente fallecido filósofo orteguiano Julián Marías, en el libro Historia social de España. Siglo XIX. Publicado a principio de los setenta, la obra es un compendio de ensayos que recogen la visión de la España decimonónica de pensadores e historiadores tan notables como Tierno Galván, Aranguren, Busquets, Caro Baroja o el propio Marías. El segundo motivo es, quizás, menos noble pero más acorde con la exposición que nos ocupa. Remite directamente a las ideas que se desprenden del texto, las cuales, abundan en el certero análisis de la realidad social de la España de los inicios de la restauración cuando el ideario romántico poco a poco se iba diluyendo a favor de nuevas formas de comprender lo estético y lo social.
De todos es sabido, por reiterado hasta la saciedad, que para los románticos franceses, pensemos en Victor Hugo o Téophile Gautier, España era el país romántico por excelencia. Aferrada a las tradiciones populares, a la religión, a las estructuras sociales del antiguo régimen, agrícola, aún palpable la influencia musulmana, ajena a la industrialización, etc. la idea de España para los románticos europeos implicaba la vuelta a un pasado que por sentimental se suponía idílico. Y todo ello, en la propia Europa, sólo con cruzar los Pirineos.
Toda este sustrato, pilar fundamental de la estética y el pensamiento romántico a lo largo y ancho del XIX, en una suerte de retroalimentación —admitamos el palabro—, prendió en el gusto de la incipiente sociedad burguesa española que demandó a sus artistas obras que recogieran los arquetipos románticos. Los paisajes, pinturas de género, retratos, pinturas de historia... se amoldaron al gusto burgués y el gusto burgués fue predominantemente romántico hasta, volviendo al texto de Marías, la década de los setenta del pasado siglo cuando comienza a prender la semilla del naturalismo en Francia, semilla que tardaría poco en germinar en España. Visto con la perspectiva que da el tiempo, el naturalismo supone, aún desde la propia burguesía, una revisión más que incisiva de sus propios valores, un viraje —implícito si quieren— de una realidad burguesa a una proletaria.Los veinte óleos y cinco acuarelas que componen la muestra Fortuny, Madrazo, Rico. El legado Ramón de Errazu que esta semana ha sido inaugurada en el Museo del Prado atisban en la pintura el paso en lo estético y lo social entre romanticismo y naturalismo en un país con una idiosincrasia tan marcada como la España de entonces. Fruto de la pasión coleccionista de un rico empresario de la época como Ramón de Errazu, fruto de la obra de unos pintores en gran medida románticos —ahí están obras como Marroquíes o la Fantasía sobre Fausto de Fortuny, los paisajes de Rico, los retratos aristócratas de Madrazo— pero cercanos ya en sus motivaciones a lo que se vería en los salones y exposiciones universales posteriores, como los retratos de modelos o los desnudos de cortesanas, o la representación de la realidad social por cruda que fuese es esa, a fin de cuentas, nueva manera, embrionaria aún, de entender la sociedad; una nueva forma de pintar.
Fortuny, Madrazo, Rico. El legado Ramón de Errazu
Museo Nacional del Prado
Museo Nacional del Prado
Hasta el 12 de marzo
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