13.3.06

El monstruo de lo humano


En 1971 Diane Arbus se cortó las venas en la época del año que menos le gustaba, el verano. Durante el oficio religioso, Richard Avedon masculló: “¡Cómo me gustaría ser un artista como Diane!”. A su lado, Frederick Eberstand le contestó en un susurro: “No, no te gustaría”.
Diane Arbus (1923-1971) fue una niña bien. Sus padres eran unos adinerados comerciantes judíos con un establecimiento de ropa en la quinta avenida neoyorquina. Criada en el hermético mundo de la próspera comunidad judía del momento, creció en un ambiente cuanto menos pulcro y lujoso. La sobreprotección familiar, su incipiente timidez compulsiva, la negación de toda realidad por parte de familia de lo que consideraban nocivo para ella le acompaño durante toda su niñez. Sin embargo, ya en la adolescencia, acompañada de una amiga, se aventuraba por el metro de Nueva York. Los borrachos, artistas callejeros, exhibicionistas, pordioseros... llamaban especialmente su atención. Los seguía durante todo un día y espiaba su comportamiento, iniciando así una anómala ocupación que la marcaría para el resto de su vida personal y artística.
La relación de Diane Nemerov, —éste era su apellido de soltera— con el que fuera su marido, Allan Arbus, comenzó cuando ella tenía catorce años. Sus padres no es que estuvieran en contra de esta relación, simplemente la ignoraron. Se casaron a los dieciocho años. Justo después de la boda Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial y Allan fue llamado a filas, convirtiéndose en fotógrafo militar. Tras la guerra, decidió junto a su esposa hacer de la fotografía el proyecto de vida en común, en un momento en que el fotoperiodismo era el tónica a seguir y artistas como Cartier-Bresson y Elliot Erwin marcaban la pauta. Los Arbus comenzaron a hacer fotografías de moda para el negocio de los padres de Diane llegando incluso a publicar en revistas como Vogue o en Harper’s Bazaar. Aún así la situación económica de la familia no era aseada, el carácter de Diane se volvía cada vez más extraño y el matrimonio terminó por romperse.
Tres razones hicieron transformar a Diane Arbus de fotógrafa mediocre de catálogo a mito de la fotografía. En primer lugar, la lectura de Alicia a través del espejo de Lewis Carrol, que le ayudó a imaginarse la posibilidad de otros mundos postergados y ajenos al que creemos vivir pero presentes en el mismo. Luego, la película Freaks —La parada de los monstruos, 1932— de Ted Browning, donde los personajes eran enanos, deformes, tullidos, anormales..., los “monstruos” ya no eran fruto del maquillaje y del disfraz sino personas reales acrecentó la atracción que sentía desde adolescente por los desplazados de la sociedad. Y por último, la fotógrafa de Lisette Model también judía, también hija de padres ricos, y fría retratista de lo duro. Asistiendo a sus clases aprendió a fotografiar no a hacer fotografías, es decir, “a no pulsar el disparador hasta que el sujeto que enfoque te produzca dolor en la boca del estómago”.
Así que Arbus empezó de nuevo a hacer lo que había hecho siempre: recorrer a altas horas de la noche las peores calles de Nueva York pero esta vez con su cámara. El táctica era sencilla: encontrarse con lo monstruoso con la verdadera faz de la belleza que no deja de ser horrible. Para ello entablaba conversación con los distintos personajes que pueblan la fauna nocturna. Diane conversaba largas horas con proxenetas, prostitutas, drogadictos, mendigos, tarados... le hablaba de su pasión por la fotografía, de la técnica, de la luz recogida en la película de plata y les convencía para que se dejaran retratar por ella. Sus fotos eran en blanco y negro, y trabajaban exclusivamente el juego de luces y sombras. Realizados por otro fotógrafo, los retratos serían fruto de un morbo amarillista, sin embargo, frente al obturador de Arbus, la figuras llamaban con su sola presencia a lo turbador, a lo inquietante, al desasoiego aun cuando fotografiara a un bebé o a unas gemelas.
“Fotografiado por Diane Arbus, cualquiera es monstruoso” dijo Susan Sontag en su libro-catecismo Sobre la fotografía y no le faltaba razón. Pero un motivo ajeno al tono censor de la crítica norteamericana, y cercano, sin embargo a ese convencimiento profundo que tiene el espectador de en lo monstruoso de Arbus se destila la mayor de las humanidades: la de la imperfección. Ver lo que hay detrás del espejo, de ese espejo que refleja sólo arquetipos, ver lo que nadie puede ver porque es constantemente ignorado por insoportable, verlo siendo fotografiado, esa es la intención de toda una trayectoria artística, que como gran artista se encuentra absolutamente imbricada con la vida personal. Arbus sufría constantes depresiones, vestía de manera descuidada, su vida sexual era más que agitada, por no decir promiscua, se acostaba indistintamente con hombres, mujeres, tuvo sexo con muchos de los monstruos a los que retrató. A raíz de la exposición New Sensations de 1976 su fama como fotógrafo y el reconocimiento de los colegas no hace más que crecer, aún así en vida apenas vendió lo justo para subsistir, sus fotografías eran demasiado inquietantes para ser publicadas en las revistas. Siempre le quedó grabado el hecho de que por ser mujer sus fotos eran compradas a la mitad de precio.

En 1973, un año después de su suicidio su trabajo fue seleccionado para representar a su país en la Bienal de Venecia y el MoMa de Nueva York organizó su primera exposición retrospectiva.
Revelaciones. Diane Arbus
Caixaforum. Barcelona
Hasta el 14 de mayo

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